Mont Saint-Michel, La Ciudad Esmeralda De Francia

La primera vez que vi el Mont Saint-Michel fue durante un viaje por Europa cuando tenía once años y digamos que la emoción que me produjo ver otro lugar más con otra iglesia fue entre escasa e inexistente.

 

En mi segunda visita, cerca de una década después, me enamoré de su fascinante historia, de su encanto y de su excelente gastronomía, que incluye las mejores tortillas que he comido en mucho tiempo.

 

Mont Saint-Michel se encuentra justo en la frontera entre Normandía y Bretaña, y se ve en el horizonte desde kilómetros de distancia.

 

Esta isla rocosa, a la que se puede llegar rápidamente desde el aeropuerto de Dinard en coche, tren o autobús, se eleva sobre el paisaje como sacada del Mago de Oz.

 

Decir que el acceso está restringido es quedarse corto: solo se puede llegar a la montaña a determinadas horas del día cuando baja la marea, de lo contrario toca decirle au revoir al coche porque la isla queda aislada por las aguas.

 

Si no vas en coche, hay muchos autobuses que te llevan desde localidades cercanas, como la ciudad amurallada de Saint-Malo, que por cierto es otro lugar que no deberías perderte.

La traversée

Excursionistas cruzando la bahía del Mont Saint-Michel durante la marea baja.

Los más aventureros pueden ir a pie desde las playas que rodean la isla en compañía de un guía (al que más te vale caerle bien, no vaya a ser que te lleve “sin querer” a una zona de arenas movedizas).

 

Los peregrinos ya recorrían hace siglos esta ruta conocida como la traversée, que se transforma cada día. La verdad es que es impresionante ver a los guías avanzando con seguridad por la arena como si hubiera un camino señalizado.

 

Los guías te enseñarán cómo son en realidad las arenas movedizas y, si te atreves, podrás hasta meter una pierna para ver lo que se siente.

 

Una vez que llegas a los pies de la montaña, te das cuenta de lo inmensa que es la isla. Cuesta creer que la torre situada en lo alto del monasterio se construyera hace más de mil años (¿cómo se las ingeniarían por aquel entonces?).

 

Aunque no te gusten la arquitectura y el arte antiguo, resulta mágico contemplar las intricadas construcciones enclavadas por toda la montaña.

 

En la “calle principal” (traducción: el empinadísimo camino empedrado) de la comuna es donde Mont Saint-Michel realmente cobra vida.

 

A pesar de lo turística que es, las tiendas no venden souvenirs cutres, sino preciosas piezas de plata celtas, cuencos hechos a mano o maravillosas camisetas.

 

Ten cuidado, porque igual acabas con un collar, tres botellas de calvados y dos camisetas en la saca casi sin darte ni cuenta (hablo por experiencia propia).

Una imagen espectacular: la increíble arquitectura del Mont Saint-Michel.

Tienes nada menos que cuatro museos antes de llegar siquiera a la abadía. Tómate tu tiempo y pasea por este auténtico pueblecito francés, intentando ignorar el hecho de que está totalmente orientado al turismo.

 

Mi consejo es que seas fuerte y no te dejes tentar por las tortillas (supuestamente son las mejores de toda Francia), al menos no por el momento, resérvate para más adelante.

 

Si lo de visitar cuatro museos es demasiado para ti, elige el Archeoscope, que cuenta la historia de la montaña, y el Marítimo para saber más sobre la bahía, las mareas y la restauración de la isla.

 

Según cuenta la leyenda, en el 708 antes de nuestra era el arcángel San Miguel se le apareció al obispo de la localidad y le pidió que construyera una iglesia en el lugar donde hoy se yergue la abadía, y desde luego el bueno del obispo no se anduvo con tonterías.

 

Vaya por delante que la caminata hasta lo alto de no es apta para pusilánimes. Los caminos se han conservado en su estado original en gran parte, así que son sinuosos e irregulares, pero pasar al lado de edificios increíbles escarbados en la roca es una experiencia inolvidable, y una vez arriba las vistas son de escándalo.

Vista del Mont Saint-Michel.

Te sientes como si fueras la única persona que existe en el planeta, con el sol reflejándose en el mar a un lado y la vasta campiña normanda y bretona al otro.

 

No es de extrañar que siga habiendo monjes y peregrinos que emprenden el viaje al Mont Saint-Michel; si quisiera encontrar la paz y estar en comunión con el mundo, no se me ocurre un lugar mejor.

 

Durante el descenso, te recomiendo que hagas una paradita en el jardín de la abadía. Este lugar, de un verdor intenso y repleto de flores, es donde los monjes se sientan tranquilamente al sol a disfrutar de momentos de paz envidiables.

 

Seguro que un minuto o dos de ohms a ti también te dejan como nuevo.

 

Hablando de experiencias religiosas, hay un restaurante de cocina-espectáculo algo cursi pero increíblemente delicioso llamado Mère Poulard, donde los camareros visten con trajes antiguos típicos y les dan la vuelta a las mejores tortillas del mundo delante de tu cara.

 

He de reconocer que en comparación con estas las que yo preparo en casa saben a cartón mohoso. Eso sí, después de comerte una bien repleta de delicioso queso cremoso, igual te toca volver a subir a la abadía para quemar las calorías.

Madre mía, qué tortillas…

Si quieres que la magia continúe, puedes alojarte en uno de los hoteles de precio sorprendentemente razonable del Mont Saint-Michel.

 

Una vez que los turistas emprenden la marcha, las tiendas echan el cierre, el sol empieza a ponerse y la montaña se transforma. Todo adquiere una imagen casi irreal bajo la luz del ocaso, y hay un silencio que te hace sentir completamente en paz.

 

Estando aquí uno se olvida del bullicio y el tráfico que ha dejado atrás. Quizá debería plantearme lo de la vida monacal… ahora que sé que podría hincharme a tortillas todos los días.